La universidad blanca. Ismael Belda
Sobre La universidad blanca
por Lorenzo Martín del Burgo
1. Entre el maremágnum de libros de poesía publicados en nuestro país apareció a finales de 2014/el año pasado La universidad blanca, el debut de Ismael Belda. Era fácil pasar por alto este pequeño libro, aunque desde los versos de su misma contraportada nos sugiriese algo muy distinto a sus rutinarios compañeros de estantería: el comienzo de una aventura, el rumor de una leyenda entre las calles de Carcasona (posibles reminiscencias de Lord Dunsany). Lo curioso es que encontramos La Universidad Blanca en el estante de Poesía, pero igualmente podríamos haberlo hallado entre los estantes de Narrativa, de Fantasía o de Ciencia Ficción
2. La universidad blanca nos parece sencillamente uno de los libros de poesía (y no solo de poesía) más bellos que la literatura española recuerda, un libro destinado, como mínimo, a convertirse en un clásico de culto instantáneo. Desde luego, el volumen de Ismael Belda ocupa un lugar aparte en nuestra poesía contemporánea (aunque ojalá este lugar sea explorado y habitado por muchos en el futuro). En medio de un paisaje poético con demasiada frecuencia monótono e indistinguible como el de una planicie, siempre el mismo, nunca distinto, La universidad blanca es como un maravilloso accidente en el terreno, un recordatorio de que son posibles cimas más altas. Creemos que lo que apuntamos al principio, el que sea posible leer estos poemas como si fueran una novela o un relato fantástico, es el mayor elogio que podemos hacerles. La universidad blanca tiene la ambición de suponer más que un libro de poemas, pues en definitiva aspira a ser (y lo consigue) tan inclasificable como toda gran literatura acaba siendo. Y es muy significativo que lo logre abrazando lo que podríamos denominar modos y formas propios de la narrativa…¿De verdad propios de la narrativa, y solo de ella?
3. Que la poesía no ocupa en la actualidad la primacía de los géneros literarios no puede ser una novedad para nadie, salvo quizás para algún autista que quiera seguir haciendo oídos sordos a lo evidente. No puede echarse la culpa de esto a los escritores, aunque también entre ellos, como entre el resto de crítica y público, es una realidad que la poesía ha perdido en cierto modo la confianza de constituir una forma literaria capaz de seguir generando obras maestras determinantes para nuestro presente y perdurables más allá de él. Frente a la novela, la poesía ha perdido vitalidad y estatus. Las grandes novelas se han convertido en las depositarias de las mayores ambiciones artísticas. Las obras maestras de hoy han de ser relatos, o cúmulos de relatos, de proporciones (y extensión) bíblicas, estructuras poliédricas y gigantes como Moby Dicks capaces de albergar múltiples espacios y tiempos, de hallar un marco lo suficientemente amplio para representar la complejidad de nuestro mundo y nuestros dilemas de proporciones cósmicas. Por supuesto, no queremos decir con esto que la poesía de hoy sea mejor ni peor que cualquier otra forma de literatura, pues es obvio que un bello haiku puede superar a muchos fallidos ladrillos o godzillas y que, como intuyó Hamlet, el universo cabe dentro de una cáscara de nuez. Solo que frente al Speculum que ofrece la novela, la poesía contemporánea parece en muchas ocasiones haberse arredrado, y abandonado a una parcela con la que debería estar lejos de conformarse.
Pues bien, ante todo esto Ismael Belda nos ofrece una alborozada y contundente respuesta. Frente a las vanas “palabras, palabras, palabras” y declaraciones victimistas, su universidad blanca es una auténtica reivindicación de la poesía, sin aspavientos, mediante una obra palpable. Sus poemas quieren ser leídos con el interés de una apasionante novela: ¿por qué no ha de poder la poesía ser la narración de una historia, la construcción de personajes, la fantasía sobre mundos imaginarios, o la experimentación narrativa? Ismael Belda realiza todo esto en La universidad blanca, ya sea en verso libre o en perfectos pareados alejandrinos. La hibridación genérica, que aquí aúna la ciencia ficción con la autobiografía sentimental, el juego metaficcional inteligente o la pluralidad de voces y planos narrativos, son trazas esenciales de estos ambiciosos poemas. Como también lo son la aventura, el sueño, la entelequia metafísica y los seres y espacios fantásticos que se cruzan y se confunden con lo cotidiano. Pero no, la forma no es impostada. Pues la magnitud de lo que se nos narra (secuencias de una vasta historia sobre territorios cuya dimensión espacial no puede representarse en un mapa, sin contar con los desplazamientos continentales de sus personajes por California, Francia o Suiza, y que se expande cronológicamente hasta las últimas etapas del tiempo) encuentra su plasmación más certera a través de la fragmentación, la elipsis y la liricidad de la forma poética, que no cesa de ofrecernos un cúmulo de sorpresas estéticas y sensoriales. Y que nos revela a su vez a un extraordinario creador de imágenes visionarias, de sentimientos y atmósferas bañadas en colores de nostalgia. Belda parece decirnos con este deslumbrante libro que la poesía no ha de auto-limitarse. Que la poesía no constituye un género periclitado apto apenas para expresar ciertos contenidos de un yo ególatra, sino una forma en la que caben todos los riesgos de la aventura literaria, un artefacto del que aún queda mucho por descubrir.
4. Fragmentos del autómata es la primera de las tres partes del libro, una pequeña obra maestra por sí misma pero a la vez parte del entramado de su universo. Es apasionante comprobar que ciertos tropos clave de los relatos de ciencia ficción inspiran decisivamente La universidad blanca. Dos son los que configuran esta primera sección: el autómata y el apocalipsis. El autómata sintiente, cuya condición de hombre artificial entra en conflicto con incipientes (e inquietantes) anhelos difíciles de distinguir de lo humano, se plasma magistralmente para la posteridad en el mito de Frankenstein, para pasar más a tarde a adquirir los atributos tecnológicos del robot. El autómata de nuestro poema se relaciona así con los melancólicos seres robóticos de Yo, robot de Asimov o de Los superjuguetes duran todo el verano de Brian Aldiss, versión ci-fi del cuento de Pinocho que inspiró la obra maestra de Steven Spielberg, Inteligencia artificial. Pero el robot de Ismael Belda (“el pobre autómata, cubierto de su pobre piel sintética”) no es un niño, sino un donjuán que recorre errante la Costa Oeste de los Estados Unidos. Su recorrido conforma una novella en verso libre, cuya brevedad es inversamente proporcional a su aliento.
El anónimo autómata encuentra lugares y amantes, se deleita con los pájaros y con el esplendor de la naturaleza. A través de los tiempos, ama con “amor humano casi”, y es capaz de experimentar la “inexpresable belleza” de las cosas, más bellas cuanto más aferradas al tiempo, pendientes de él. Pues mientras la entraña del autómata se mantiene incorruptible, las cosas amadas se ajan y perecen, y por ello mismo se hallan imbuidas de una punzante belleza. Es magistral que en pocas páginas, mediante estrictamente una sucesión de elipsis y escenas casi desconectadas entre sí, como fragmentos de epifanías, el autor nos inmerja en los colores y sensaciones de todo un mundo y del cambio de siglos en su paisaje.
El del autómata, lo sentimos desde el primer momento, es un periplo con una atmósfera de fin de los tiempos. En una escena desgajada, un misterioso personaje que realiza un puzzle de la torre de Babel pronostica un “horror” venido del espacio exterior. No es el único signo: en lo que resulta un pasaje antológico, el robot comienza a oír voces, muchas de ellas de personajes célebres, que le asedian con ecos reveladores: un marqués de Sade que resulta todo un sentimental, un persistente y aterrador Vlad Tepes (alias Drácula), o el escritor alemán Heinrich Von Kleist, que apenas consigue articular una frase: “Sin duda este es el último capítulo de la historia del mundo”. El lector atento la reconocerá como la conclusión de su perturbador ensayo Sobre el teatro de marionetas (Über das Marionettentheater). El poema nos lleva hasta este inefable fin, en el que sin embargo se atisba una luz dorada.
5. La novela, segunda y más extensa sección del libro, parece en principio no tener nada que ver con lo que la ha precedido, pero en seguida conectamos nombres, reconocemos el mismo ambiente y paisaje. No es mérito menor de Ismael Belda el haber conseguido conformar con estos poemas, redondeados por el hermoso cancionero de Vesperal de la última parte, toda una mitología, brumosa y legendaria.
Si hablábamos de temas de la ciencia ficción a la hora de definir la primera parte del libro, en esta segunda percibimos la estela de la Zona creada por los hermanos Strugatski en Picnic junto al camino (la novela que inspiró el Stalker de Andrei Tarkovski) en esa Nube Dorada que deja unos extraños mensajes (los “Kérol”) que los sabios de la Universidad Blanca buscan descifrar. Sombras de inabarcables conspiraciones y augurios recorren la poesía de Ismael Belda. También, una “nostalgia del lugar verdadero”, de una luz que proviene de tierras lejanas, y del propio yo.